En ningún momento de la historia se ha hablado tanto del estrés y sus circunstancias como en los tiempos presentes, sobre todo en el mundo occidental.
Es un término omnipresente, un concepto de moda y un comodín médico ante síntomas inespecíficos y causas desconocidas. El estrés está en boca de todos: en los medios de comunicación, en la publicidad, en la consulta médica, en las tertulias de bar y en las charlas de amigos donde se intercambian achaques, quejas y quebrantos. De tanto uso y abuso, debo confesar que le tengo manía a la palabreja.
Parecería lógico concluir que tanto protagonismo del estrés implica necesariamente un gran conocimiento generalizado acerca de sus factores, síntomas, causas y remedios. Tanta información circulando de boca a oreja, tiene que traer como consecuencia lógica una estupenda cultura sobre la gestión del estrés. ¿Es así? Pues no. Rotundamente no.
Existe información a la vez que desinformación. Conviven los sesudos datos técnicos y académicos con recetas populares. La información circula normalmente sesgada, distorsionada o simplemente manipulada. Abundan las técnicas y remedios simples, que se anuncian cuan purga Benito, y pocas estrategias integrales que contemplen el complejo sistema cuerpo, mente y espíritu que somos.
Hay de todo como en botica. En la confusión radica la invisibilidad del estrés, aunque los efectos, por obvios y groseros, no se pueden esconder ya que encierran un dramatismo que roza la tragedia.
¿De qué efectos hablamos? ¿Qué síntomas y síndromes se emparejan con el estrés? ¿En qué sentido afecta un estrés mal gestionado al bienestar, a la salud, a la eficacia personal y profesional, a las relaciones interpersonales, al vivir en suma? Dar una lista exhaustiva no cabe en un artículo sino en un formato de tomo grueso.
Si el exceso de información causa confusión, conviene simplificar en un lenguaje llano. Un poco de estrés es beneficioso. Si te pasas de rosca, el cuerpo pierde el equilibrio.
Este equilibrio necesario, llamado en el argot médico homeostasis y sintonía neurovegetativa, es fundamental para que la vida transcurra por cauces saludables y agradables, para que todas las funciones fisiológicas, cognitivas y emocionales se desarrollen con fineza y eficacia.
Si pierdes el equilibrio, el sistema completo va renqueando, adaptándose y compensándose como puede, de achaque en achaque, de síntoma en síntoma, desencadenando un peligroso efecto dominó de desagradables consecuencias.
En esta carambola perversa vas perdiendo lo que más quieres: el sueño, la vitalidad, la claridad mental, el humor, la confianza, la creatividad, la concentración, la armonía, la memoria y muchos tesoros más. El estrés crónico te rompe la vida por dentro y dinamita las relaciones por fuera. El estrés desplaza a la empatía ya que “bastante tenemos con lo nuestro” como para ocuparnos de los asuntos de los demás.
El estrés puede hacer que percibas el presente como insufrible y el futuro como intransitable. Si el pasado ya pasó y la nostalgia no es buena consejera, ¿qué tiempo te queda entonces para vivir? Controla el efecto dominó de los síntomas de estrés o te quedarás sin fichas para seguir jugando con dignidad en el tablero de la vida.
De la primera causa invalidante, las enfermedades cardiovasculares, también tiene el estrés “responsabilidad penal”. No olvidemos que el corazón que late padece directamente las consecuencias de la tensión y la activación excesiva del sistema nervioso simpático, mientras que, el corazón que siente, el gran emperador, se agarrota con tanto miedo, tanta ansiedad y tanta tristeza.
Estar nervioso por cualquier cosa: normal. Ir un poco acelerados: ¿yo? ¡Qué va! Dormir mal: ¡como todos! Morderme las uñas y rechinar los dientes: “lo hago desde niño”. Darle al alcohol, a las drogas o a la comida con ansia viva: “es mi momento de relax al que no pienso renunciar”.
Tras un largo trecho con esas diatribas, a veces media vida, llega la etapa patológica donde aparecen las enfermedades feas, esas que asustan con solo nombrarlas. Se presentan después de mucho llamar y no ser escuchadas, y caen de golpe como un mazazo en la nuca. A veces no hacen ni ruido: una arteria que se obstruye y se escribe de súbito el “The End” en nuestras vidas.
¿Qué podemos hacer con este panorama? ¿Seguimos dejando que las estadísticas engorden, que las previsiones se cumplan y que el “mal rollo” se instale como cosa normal, como condición inevitable de vida? En tal caso no sería de extrañar que el homo sapiens recibiese el sobrenombre de “homo estupidus”, un ser inferior que sabe mucho de ciencia, tecnología y finanzas y muy poco de equilibrio, amor propio y templanza.