A menudo se habla de la estupidez humana como una especie de nube tóxica que recubre la biosfera y de la que no se escapa ni la Macarena.
Razones para tachar de estúpida a la humanidad como masa las hay a espuertas. Basta con mirar la televisión o asomarse a la red para ver en pocos minutos un muestrario muy elocuente de la imbecilidad humana. Para no insultar por insultar, voy a cambiar los términos estupidez e imbecilidad por el de necedad.
Escuché hace un tiempo una definición bastante elocuente del concepto necedad que decía lo siguiente: “necio es aquel que cree que sabe lo que no sabe y debería saber”. Tomada esta definición como marco de referencia, quiero reflexionar sobre algunos asuntos humanos que encajan a la perfección con la horma de este zapato.
Además, como tengo mi coto de caza en el terreno de juego del estrés, voy a tratar de atrapar argumentos convincentes de cómo la necedad humana tiene responsabilidad penal en la génesis, mantenimiento y agravamiento del estrés. Si consigo encontrar cables conectores que unan los comportamientos y las actitudes necias con el estrés maligno, voy a tener que lanzar a los cuatro vientos el siguiente mensaje: o dejamos de comportarnos como necios o vamos a reventar de estrés.
Lo siento mucho si algunos egos histéricos se ofenden con las etiquetas que utilice para sacar la mierda de debajo de las alfombras, pero mi misión es ayudar a las personas que quieran dejarse ayudar a gestionar su estrés de forma autónoma, inteligente y eficaz. Por eso creo conveniente llamar a las cosas por su nombre para derribar algunos palos del sombrajo.
En el presente artículo voy a reflexionar en alto sobre seis cuestiones donde mi ojo avizor se ha posado para detectar la relación entre necedad y estrés.
Primera cuestión: el equilibrio.
Si hay algún concepto que, sin lugar a dudas, ocupa un lugar preferente en el Olimpo de términos esenciales sobre el estrés y sobre la vida entera es el de equilibrio.
Todos sabemos, o deberíamos de saber, que sin equilibrio no hay paraíso, ni bienestar, ni salud, ni armonía, ni vitalidad, ni paz interior, ni serenidad, ni experiencias óptimas, ni felicidad, ni creatividad, ni nada de lo que merece la pena de verdad. Su pérdida desencadena un peligroso proceso de síntomas, achaques y enfermedades, del mismo modo que su recuperación jalona el camino hacia la salud y el bienestar.
Sabios de todas las épocas lo vienen pregonando de mil maneras. “Nada en exceso”, se leía en el frontón del templo de Apolo en Delfos. “Todo con moderación”, decía Aristóteles. “La vida es como la bicicleta. Hay que pedalear hacia delante para no perder el equilibrio”, contaba Einstein.
La vida entera parece estar configurada con estructura dual, tras la cual subyace, para el que lo quiera presentir, la Unidad esencial que todo lo aglutina. Dos polos o platillos y, en el medio, el fiel de la balanza poniendo orden. Un territorio mágico donde curiosamente habita la virtud.
Así expuesta la cosa, parece sencilla la formulación de esta clave vital, pero no lo es. Los antiguos griegos abordaron estos temas a través del mito, la filosofía y el teatro. Las filosofías orientales han hablado con diferentes expresiones sobre el camino medio. Toda sociedad que haya aspirado a un ideal de una vida sana ha buscado con determinación la estabilidad y el equilibrio. Pese a esta evidencia histórica del equilibrio como valor supremo, aquí seguimos los torpes humanos del siglo veintiuno abonados a la cofradía de la desmesura, a la polarización de posturas y al exceso como estilo de vida.
Si queremos aprender a gestionar nuestro estrés de forma inteligente y eficaz, el equilibrio debe ser el faro que nos guíe siempre. Y digo siempre, siempre. En este asunto no caben excepciones, justificaciones, ni razonamientos peregrinos.
Para poder recuperar el equilibrio tan pronto como lo perdemos es necesario desarrollar una serie de habilidades y hacer unos cuantos retoques a la filosofía personal. Estas necesarias tareas nos exigen arremangarnos, dejarnos de tonterías y sudar la camiseta. En caso contrario, la inercia perezosa nos conducirá a un equilibrio descafeinado, fingido y sobreactuado, ese que abunda en la subcultura del postureo.
Aparentar que somos felices y triunfadores con fotos retocadas, mucho maquillaje y objetos ostentosos es un deporte de masas que se juega en todas las calles y plazas de nuestro impostado existir. Y tras esa pátina carnavalesca se esconde el drama de un sufrimiento atroz disimulado con mentiras, pastillas de colores, chupetes y chupitos. Para muchas personas atrapadas en un estilo de vida anfetamínico, obsesionadas por la locura del hacer, tener y ganar, los conceptos de sobriedad emocional, homeostasis o armonía suenan a aburrimiento.
Quien está acostumbrado a las montañas rusas emocionales, con sus chutes de adrenalina en las fases altas y sus caídas al infierno en las horas bajas, no aceptan a las primeras de cambio una vida más plana donde la distancia entre polos se acorta. Seguro que conocemos a algún aficionado al melodrama que obtiene sus gratificaciones por la vía rápida de las adicciones y que manifiesta sin pudor el firme propósito de mantener esa dinámica por ser “la sal de la vida” y “mientras el cuerpo aguante”.
En el fondo de nuestro corazón todos sabemos que en el término medio está la virtud y en los extremos habita el sufrimiento. Aun así, muchos vienen de fábrica con la tendencia a abandonar el camino del medio para vivir en el fango de la periferia. Cuando inevitablemente llega el momento de morder el polvo y tragar quina se quejan con un lastimero: ¿por qué me tiene que suceder esto a mí? ¿Qué he hecho yo para merecer esto? Creen que saben lo que no saben y deberían saber. Pura necedad.
Segunda cuestión: la relación con la Naturaleza.
Aun sabiendo que la Naturaleza nos da la vida, es nuestra madre y formamos parte indisoluble de ella, somos tan necios que no sabemos cuidarla, preservarla y protegerla.
El “homo nescius” se muestra demasiado a menudo tremendamente descuidado en los asuntos del cuidar. Otras veces es directamente letal y criminal. Por un lado, es muy deficiente en el desempeño de preservar la vida y, en cambio, es un cobarde frente a la muerte. Tanto es así que no soporta mirar de frente el hecho más que evidente de que todos moriremos, archivando el tema en la caja fuerte del tabú y la superstición.
La contradicción es bastante pueril. Por un lado, maltrato y descuido la vida y por otro me cago en los pantalones cuando la muerte me salpica. Cuando destruyo me pongo gallito y cuando me roza la parca me acobardo, imploro a un dios en el que no creo y pongo carita de niño bueno. Esto no tiene sentido, lo mires por donde lo mires. Ni sentido superior ni sentido inferior.
Con las gafas de ver a lo grande y mirando desde arriba no es posible dar un sentido superior a la vida que sea incongruente con la ecología de todos los sistemas. Dicho de otro modo: no es posible crear un sentido superior y perdurable si maltratamos al planeta, al prójimo y a nosotros mismos. Alguien nos podría decir: Pero, ¿de qué vas? ¿Qué mierda de sentido de vida se puede basar en hacer daño a todo bicho viviente? El sentido superior se crea con los firmes propósitos de aportar valor, dejar una huella positiva y servir a los demás.
El sentido inferior, el pequeño y mezquino, a lo mejor admite la depredación, la codicia infinita y la ausencia de compasión. Es sentido, pero es un sentido asqueroso que no genera felicidad ni nada que se le parezca.
Para cambiar este despropósito es preciso mirar de otra manera, mirar con visión sistémica al planeta Tierra y al universo entero. Este tipo de visión se refiere a algo tan sencillo como sacar la cabeza del ombligo y alzar la mirada hacia el horizonte, a dejar durante un rato los detalles para contemplar el panorama global, a considerar a todo lo que veo y a lo que no veo como un todo unido e interrelacionado.
En este sentido, cuando empecé a estudiar Yoga me encontré enseguida con uno de sus grandes propósitos: ayudar a las personas a superar la falsa ilusión de estar separados y fragmentados, eliminando así una ingente cantidad de sufrimiento. Cuando me preguntan para qué sirve el Yoga, suelo dar a menudo esa respuesta.
Necesitamos cambiar nuestra manera de mirar y ampliar el círculo de compasión a toda la humanidad, a todo el planeta, a todo el universo conocido, y también al desconocido. Esto no es fácil, pero es perfectamente posible. Basta con practicar con regularidad cualquier práctica contemplativa y la mirada se abre con naturalidad a todo lo que somos y al sistema mayor en el que nos integramos.
Este cambio en la mirada hace que, de modo natural, podamos ser más empáticos con los demás y cuidadosos con la naturaleza. Nada está, ni mucho menos, separado de mí. El otro y yo, todas las criaturas y yo, somos lo mismo, pertenecemos al mismo organismo vivo.
Pensando y sintiendo así se me quitan de un plumazo las ganas de competir a codazos, de hacer daño a nadie ni a nada. Muchas guerras ficticias internas y externas cesan. Y todo esto sucede de modo natural, sin artificios ni sobreactuaciones, como por arte de magia.
Todos partimos de un error ancestral al experimentamos como algo separado del resto, una especie de ilusión óptica de la consciencia que nos mete en una horrorosa prisión y que es una fuente inagotable de estrés y sufrimiento.
Si esto es así, necesitamos con urgencia deshacer esta ilusión y darle la vuelta a la tortilla para concebirnos y experimentarnos como unidos e integrados en un todo pleno, total y completo. Si no hacemos esfuerzos más decididos por ampliar nuestra visión y nuestro círculo de compasión, somos unos necios recalcitrantes. Creemos que sabemos lo que no sabemos y deberíamos saber. Y así seguiremos: depredadores de la vida y acojonados ante la muerte.
Tercera cuestión: la ética y la moral.
La ética y la moral de la humanidad están en horas bajas, viviendo de las rentas de un humanismo decadente que ya casi nadie se cree. Si las normas éticas y morales han ido ganado universalidad con el correr de los siglos, si sus grandes preceptos han inundado cartas magnas y declaraciones de derechos universales, ¿por qué hemos permitido que se instale la post verdad y las fakes news? ¿por qué leches toleramos que la distorsión y la mentira descarada tengan patente de corso?
Nos instalamos en la banalidad del postureo cuando se nos llena la boca hablando de valores que ya no valen para nada, de principios que han pasado al final de la fila y de preceptos sagrados aparcados en los estercoleros humanos.
Si vale mentir a las claras, robar a las bravas y matar por la cara, ¿qué mierda de ética y de moral tenemos? Si convertimos el Mediterráneo en un cementerio, los campos de refugiados en un matadero y al continente africano en una gran mina de diamantes de sangre, ¿qué porquería de humanidad tenemos? No sería extraño que la logística del universo decidiese castigar estos atropellos éticos y morales con una retirada de privilegios y credenciales.
Supongamos que los estados más elevados a los que puede aspirar un ser humano son la calma, la serenidad y la paz interior, de los cuales brota naturalmente la alegría, la plenitud y la felicidad suprema. Si esto es así, y me gusta creerlo, esta conquista se sustenta en un andamiaje de preceptos éticos y morales universales reconocidos en todas las culturas medianamente civilizadas, matizados y traducidos en los sistemas legales de todo el mundo.
Estos elevados valores también sufren abuso y maltrato por exégetas espirituales de todo pelaje. Aquí nos encontramos de todo como en botica. Muchos niegan la espiritualidad, aunque se les escapa un “Dios mío” cuando se acerca la enfermedad y la muerte. Otros manifiestan gestos de fervor exagerado cuando llega la semana santa o alguna fiesta de guardar y algunos gustan de recubrir de oro lo que está hecho de madera. Una impostura glamurosa propia de un hipotético Instagram celestial.
No. Tampoco me gusta el postureo espiritual, la ostentación ceremonial ni las guerras santas en nombre de ningún Dios. En mi opinión, la espiritualidad se cocina dentro, se propaga a través del silencio y no precisa de ningún tipo de postureo. La normas éticas y morales viven en los corazones humanos y languidecen en los tratados canónicos, en las constituciones y en las declaraciones de derechos humanos.
Llevando de nuevo el foco a nuestro mundo interior, creo que la sentencia es contundente: o tenemos comportamientos éticos y morales o no habrá paz interior, ni serenidad, ni calma, ni nada por el estilo. El que vaya por la vida como un depredador, arrasando con todo lo que pille en su camino, abusando de los débiles, sembrando el odio y el miedo y mintiendo como un bellaco, no podrá experimentar nunca el néctar de los sentimientos elevados. No sería justo que hubiese un paraíso para los desalmados.
En la ficción cinematográfica los malvados casi siempre tienen mucho estrés y veneno emocional. En la vida real también. La receta para el canalla es bien sencilla: deja de comportarte como un golfo y trata de dejar en tu paso por la vida una huella de amabilidad, bondad y solidaridad. Verás cómo cambia la cosa. En caso contrario, la letra de la canción “sufre mamón” será tu destino y tu película favorita será “no habrá paz para los malvados”.
En un mundo donde la ética y la moral han caído en desgracia abundan los necios, esos que creen que saben lo que no saben y deberían saber: que no se debe hacer daño al prójimo ni a nosotros mismos de ninguna de las maneras. Lo lamentable es que tenemos una ley universal de obligado cumplimiento que se viene incumpliendo sistemáticamente a lo largo de los siglos.
Cuarta cuestión: las resistencias al cambio.
Hay un axioma que dice que “no hay ley más inmutable que la ley del cambio”. Este juego de palabras habla de una verdad incontestable: todo está sometido a un movimiento continuo incesante, a veces lento y gradual y otras veces súbito y explosivo. Por ello, cualquier intento de detener la rueda de la vida es absurdo.
Si es más que evidente que no existe ley más inmutable que esta ley, y si la ley de la transitoriedad está más que demostrada por el mero hecho de que todos moriremos algún día, ¿por qué asusta tanto cualquier cambio?, ¿por qué la incertidumbre estresa hasta el más pintado?, ¿por qué lo desconocido acojona tanto? Somos tan necios que no somos capaces de aceptar misterio como animal de compañía, incertidumbre como ingrediente básico del pastel y cambio como dinámica inevitable.
La ley de la impermanencia de todas las cosas es una ley fundamental en filosofías orientales llenas de sabiduría, como son el yoga, el budismo y otras. La ignorancia u olvido de esta ley genera ingentes cantidades de estrés y sufrimiento. Los controladores que siempre quieren tener todo bajo control, los apegados a las cosas más de la cuenta y los nostálgicos abonados al “cualquier tiempo pasado fue mejor”, nunca comprendieron la esencia de esta ley.
Si aceptamos cambio continuo como ley de referencia, podemos aplicar lubricante a nuestro mecanismo para sobrellevar lo mejor posible las inevitables consecuencias de la transitoriedad. Este lubricante no es otro que la flexibilidad y la adaptabilidad. Ya lo dice la biología: “el organismo más adaptable es el que mejor sobrevive”. Ya lo dice la psicología y la filosofía: “adáptate a los cambios o lo pasarás muy mal”.
Si aceptas la transitoriedad cuando tengas un episodio de crisis, estrés o ansiedad, podrás decir sin pestañear: “esto también pasará”. Acto seguido, podrás entregarte sin vacilar al afrontamiento del problema, haciendo lo que puedas con los recursos disponibles. Sufrimos innecesariamente cuando pensamos lo contrario: ¿Y si esto dura toda la vida? Aterrador pensamiento, además de absurdo.
El que crea que puede resistirse al cambio y parar al río en su discurrir es un necio que cree que sabe lo que no sabe y debería saber.
Quinta cuestión: la creatividad.
Con un poco de reflexión profunda podemos aceptar de buen grado que todos hemos nacido creativos, que la creatividad es un talento innato e inherente a todo ser humano por el hecho mismo de serlo y que es la cualidad que más nos aleja de las bestias y más nos acerca a los dioses.
Cuando surge un problema que la razón no alcanza a resolver decimos: “seamos creativos”; cuando queremos aportar algo nuevo a cualquier campo, echamos mano de la creatividad; cuando queremos crear una obra de arte, sabemos que no podemos hacerlo sin desplegar un proceso creativo.
Si esto es así, ¿qué hacemos dejando que la creatividad se marchite en las escuelas a temprana edad con el beneplácito de padres, docentes y sistema educativo oficial?, ¿por qué le tenemos tanto miedo a nuestro talento y a su enorme potencial?
Todo ser humano ha nacido con una serie de talentos que le permiten desarrollar y expresar el don de la singularidad. Estos talentos singulares nos permiten construir una idea de misión personal capaz de dar sentido a la vida entera, por muy dura que ésta se presente.
Si aceptamos esta premisa, ¿a qué viene ese miedo extraño a tomar posesión del poder contenido en esos talentos? Si los talentos personales tienen poder es porque necesitamos mucha fuerza para cumplir nuestras misiones y para afrontar con posibilidades de éxito las situaciones duras de la vida.
Si renunciamos a ese poder contenido en nuestros talentos, entre ellos el de la creatividad, es como aceptar correr una maratón con zapatillas de plomo o subir el Everest descalzo y con resaca. Y eso es precisamente lo que ocurre con nuestras predecibles y mediocres vidas: con los talentos atrofiados, enseguida nos derrengamos, renunciamos a los sueños y se nos olvida que somos águilas con el poder de volar bien alto.
Renunciando a la creatividad y a la plena expresión de nuestros talentos nos quedamos sin recursos ante un mundo que concebimos como un campo de batalla. Y justo aquí, en este preciso punto, es donde se encuentra la conexión con el estrés maligno.
Hay una idea esencial para comprender el fenómeno del estrés que dice que lo importante no es lo que sucede, sino cómo lo interpretamos. Si traemos a colación algo de la teoría sobre el estrés, encontramos que la evaluación de lo que nos sucede es un factor mediador entre el estímulo y la respuesta de estrés. En esta evaluación de la situación existen dos tipos de valoraciones que van a ser cruciales en el tipo de respuesta de estrés: la valoración sobre las características de la situación y la valoración sobre la disponibilidad de recursos para afrontarla.
Si evaluamos la situación como muy grave, amenazante y peligrosa para nuestra vida, identidad o personalidad, y a la vez valoramos que nuestros recursos son demasiado pequeños o insuficientes, la tormenta de estrés está servida.
Y aquí está el meollo de lo que quiero analizar. Si renunciamos al poder de nuestros talentos nos quedamos sin recursos, sintiéndonos demasiado débiles frente a unas situaciones que evaluamos como peligrosas o amenazantes. Por esto y por muchas razones más, que no te engañen los necios que creen que saben lo que no saben y deberían saber: que la creatividad es un talento irrenunciable que nos permite salir bien parados en nuestro paso por la vida.
¡Quién sabe! A lo mejor los necios que mueven los hilos tienen intereses perversos en que vivamos débiles, asustados y enfermos crónicos. En tal caso, más que necios son unos sociópatas de manual.
Sexta cuestión: la convivencia cooperativa.
La historia también ha demostrado que somos seres sociales, que vivimos mucho mejor si somos cooperativos y velamos por el bien común, que la unión hace la fuerza y que funciona mucho mejor el “todos para uno y el uno para todos” que el “sálvese quien pueda”.
Sabiendo esto, ¿por qué dejamos que las manos negras impongan como modelo un individualismo estéril y aterrador?, ¿por qué somos tan estúpidos como para permitir que los políticos corruptos medren, troceen a la ciudadanía en bandos y nos hagan comulgar con sus putrefactas consignas?, ¿por qué leches somos ciudadanos tan políticamente correctos?
Visto lo visto, es evidente que no sabemos construir una convivencia saludable donde el bien común tenga una jerarquía inequívoca sobre el egoísmo. Menos mal que de vez en cuando aparece en escena una especie de justicia divina que nos lo hace pagar con malas sensaciones y con terribles emociones.
Si sentirse desconectado y fragmentado es el origen del sufrimiento humano y de gran parte del estrés vital que vivimos, es sensato probar lo contrario: conectar con nuestra verdadera naturaleza e ir integrando todo lo que vayamos encontrando a nuestro paso.
Ya sabemos de sobra que la unión hace la fuerza y la desunión debilita. Con mucha dedicación, la humanidad se ha empeñado en cantar al amor una y otra vez, de escribir ríos de tinta sobre el consenso y la concordia. Y luego llegan los necios y rompen la baraja, creyéndose que saben lo que no saben y deberían saber.
Mirando con amplitud de miras las ideas expuestas, podemos concluir que no son nada del otro mundo, nada nuevo bajo el sol. Son ideas sencillas y esenciales que a estas alturas del partido deberían haber calado hondo en la conciencia humana.
¿Qué he enfocado en este artículo bajo la luz de mi linterna? Lo mismo que enfocaría el bueno de Perogrullo: cuida la vida, mantén relaciones armónicas con los demás, no te resistas al cambio, ni temas en exceso a la muerte. Además, sé escrupuloso con la ética y la moral, desarrolla la creatividad, amplía la mirada y deja de hacer el imbécil con el absurdo postureo.
Como puedes ves, nada que no sepamos ya, nada que se aparte de la razón, la sensatez y el buen juicio. A no ser que venga un necio que cree que sabe lo que no sabe y debería saber y lo ponga todo patas arriba.