Aun sabiendo que la Naturaleza nos da la vida, es nuestra madre y formamos parte indisoluble de ella, somos tan subnormales que no sabemos cuidarla, preservarla y protegerla.
El ser humano se muestra demasiado a menudo tremendamente descuidado en los asuntos del cuidar. Otras veces es directamente letal y criminal.
Por un lado, es muy deficiente en el desempeño de preservar la vida y, en cambio, es un cobarde frente a la muerte. Tanto es así que no soporta mirar de frente el hecho más que evidente de que todos moriremos, archivando el tema en la caja fuerte del tabú y la superstición.
La contradicción es bastante pueril. Por un lado, maltrato y descuido la vida y por otro me cago en los pantalones cuando la muerte me salpica. Cuando destruyo me pongo gallito y cuando me roza la parca me acobardo, imploro a un dios en el que no creo y pongo carita de niño bueno. Esto no tiene sentido, lo mires por donde lo mires. Ni sentido superior ni sentido inferior.
Con las gafas de ver a lo grande y mirando desde arriba no es posible dar un sentido superior a la vida que sea incongruente con la ecología de todos los sistemas. Dicho de otro modo: no es posible crear un sentido superior y perdurable si maltratamos al planeta, al prójimo y a nosotros mismos. Alguien nos podría decir: Pero, ¿de qué vas? ¿Qué mierda de sentido de vida se puede basar en hacer daño a todo bicho viviente?
El sentido superior se crea con los firmes propósitos de aportar valor, dejar una huella positiva y servir a los demás. El sentido inferior, el pequeño y mezquino, a lo mejor admite la depredación, la codicia infinita y la ausencia de compasión. Es sentido, pero es un sentido asqueroso que no genera felicidad ni nada que se le parezca.
Para cambiar este despropósito es preciso aprender a mirar de otra manera, contemplar con visión sistémica al planeta Tierra y al universo entero. Este tipo de visión se refiere a algo tan sencillo como sacar la cabeza del ombligo y alzar la mirada hacia el horizonte, a dejar durante un rato los detalles para contemplar el panorama global, a considerar a todo lo que veo y a lo que no veo como un todo unido e interrelacionado.
En este sentido, cuando empecé a estudiar yoga me encontré enseguida con uno de sus grandes propósitos: ayudar a las personas a superar la falsa ilusión de estar separados y fragmentados, eliminando así una ingente cantidad de sufrimiento. Cuando me preguntan para qué sirve el yoga, suelo dar a menudo esta respuesta.
Necesitamos cambiar nuestra manera de mirar y ampliar el círculo de compasión a toda la humanidad, a todo el planeta, a todo el universo conocido, y también al desconocido. Esto no es fácil, pero es perfectamente posible.
Basta con practicar con regularidad cualquier disciplina contemplativa y la mirada se abre con naturalidad a todo lo que somos y al sistema mayor en el que nos integramos.
Este cambio en la mirada hace que, de modo natural, podamos ser más empáticos con los demás y cuidadosos con la naturaleza. Nada está, ni mucho menos, separado de mí. El otro y yo, todas las criaturas y yo, somos lo mismo, pertenecemos al mismo organismo vivo.
Pensando y sintiendo así se nos quitan de un plumazo las ganas de competir a codazos, de hacer daño a nadie ni a nada. Muchas guerras ficticias internas y externas cesan. Y todo esto sucede de modo natural, sin artificios ni sobreactuaciones, como por arte de magia.
Todos partimos de un error ancestral al experimentamos como algo separado del resto, una especie de ilusión óptica de la consciencia que nos mete en una horrorosa prisión y que es una fuente inagotable de estrés y sufrimiento.
Si esto es así, necesitamos con urgencia deshacer esta ilusión y darle la vuelta a la tortilla para concebirnos y experimentarnos como unidos e integrados en un todo pleno, total y completo.
Si no hacemos esfuerzos más decididos por ampliar nuestra visión y nuestro círculo de compasión, que no nos extrañe que un estrés interno nos queme por dentro.
Aunque, visto lo visto, parece que a la humanidad le gusta el fuego y la contradicción: ser depredadores de la vida y vivir acojonados ante la muerte.